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Editorial de Listín Diario: ¿Para qué firmar ese pacto?

Con su propia Ley de Migración y con la reciente aplicación del Plan de Regularización de Extranjeros en situación irregular, la República Dominicana ha demostrado que cuenta con un marco legal adecuado para manejar sus políticas de trato hacia los inmigrantes, sin necesidad de aceptar camisas de fuerza que pretendan imponerle desde fuera.

Al coexistir en una misma isla con otro Estado que tiene sus leyes, su cultura y sus tradiciones muy distintas a las nuestras, los asuntos migratorios nos han brindado un cúmulo de experiencias, entre buenas y malas, que nos permiten ejercitar un balance entre los innegociables fundamentos de nuestra soberanía y las causas que, por razones humanitarias, obligan a cierta laxitud en la aplicación de nuestras leyes.

La idea de firmar un Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular en las Naciones Unidas, que en los hechos implicaría un “corset” a nuestro marco legal migratorio y una cuña al orden constitucional que se refiere a la concesión de derechos de residencia a los inmigrantes, luego de cumplir con los requisitos, es un innecesario acto de claudicación.

Asumir la adhesión a un pacto mundial que nos comprometería políticamente al “empoderamiento de los inmigrantes para que sean incluidos como parte de la sociedad”,  a darles que “una identidad legal y documentación adecuada”, así como “un trabajo decente y brindarle acceso a servicios básicos”, sin importar su estatus, es cargar con demasiadas responsabilidades que, honestamente hablando, jamás podríamos cumplir.

El Pacto Mundial, rechazado ya por varias naciones, entre ellas los Estados Unidos, que ha sido tierra de inmigrantes, establece que los países firmantes solo podrán utilizar la detención migratoria “como medida de último recurso” y los compromete en la salvaguarda de las vidas de los inmigrantes, aspectos que también suponen una violación de nuestras normativas penales y un retorcimiento en la interpretación de principios constitucionales.

Laxitud, por demás, ha predominado entre las autoridades dominicanas en la aplicación de las leyes migratorias, por miedo a las presiones y falacias que provienen desde el exterior y de  grupos de vocingleros y a las represalias que, en cualquier orden, pudieran desencadenarse. Así que no tenemos que dar más indicaciones de tolerancia ni de trato humanitario  que las que el pacto de la ONU contiene y que nos impondría para su ineludible cumplimiento.

Tras el devastador terremoto de Haití, nuestro país dejó a un lado su ley migratoria y abrió las fronteras hacia el flujo de damnificados, huérfanos y heridos; proveyó alimentos calientes a miles de haitianos en su propio territorio, permitió que centenares de miles de indocumentados trabajen y produzcan en el país, ha ofrecido servicios gratis a miles de parturientas, acceso a escuelas y atenciones hospitalarias, ha tolerado la degradación de los recursos forestales, ha sido incapaz de detener el perverso negocio de trata de personas desde Haití, algo que nunca hizo la ONU, y encima de todo eso lo único que hemos  recibido  es el dardo de las críticas, con los calificativos de país xenófobo y discriminatorio.

Hemos practicado más que cualquier otro país la indulgencia y la tibieza de trato frente a los inmigrantes y hasta pusimos en marcha un programa modelo de regularización, sin necesitar la adhesión a un pacto mundial que, si bien se dice que no es vinculante, trae su veneno incluido: la ONU advierte que quien no lo firme “podría sufrir consecuencias, como la pérdida de la credibilidad internacional”.

Cuidado con ese pacto es lo menos que podemos aconsejar.